La ruta por España continuaba en Bilbao. Poco a poco me acercaba a Bermeo, el pequeño pueblo de pescadores donde había nacido mi bisabuelo, en el País Vasco. Había dejado atrás Pamplona, mi primera estación. Bilbao ostentaba sus numerosos atractivos sin reservas. Es una ciudad moderna, alegre, vital, de puertas abiertas. Un lugar en el que todos podemos encontrar un espacio adecuado donde sentirnos incluidos. Invitaba a formar parte de ella, en sus distritos, en sus bares de tapas, caminando sus calles, recorriendo sus parques y descubriendo sus monumentos. Se la conoce en el mundo gracias a su excelente gastronomía y su cultura, pero asimismo por la arquitectura imponente y por el museo más representativo: el Guggenheim.
Además, es la ciudad del diseño y de la arquitectura de renombre. El arte de personajes tales como Frank Ghery, Santiago Calatrava, Philippe Starck y Norman Foster está al alcance de todos.
La atmósfera es de fiesta.
Tal vez se celebra estar en Bilbao. Por eso los invito a recorrer lo más lindo de la ciudad.
Mis días en Bilbao fueron sólo tres, pero les aseguro que me quedé con ganas.
Diseñado por Frank Gehry, el museo es una visita imprescindible, ya sea que ames la arquitectura o el hecho de estar en el templo de todas las expresiones del arte contemporáneo. El edificio tiene líneas vanguardistas que dibujan el velamen de una barca hecha de paneles de titanio. El efecto es hipnótico, tanto de día como de noche.
Pero el arte también está en el exterior. A la entrada nos recibe la enorme escultura de Jeff Koons, Puppy, el perrito cubierto de flores. Y a la salida nos sorprende Maman, la araña gigantesca, obra de Louise Bourgeois.
Antaño, La Alhóndiga era el almacén de vino de la ciudad y hoy es sede de muestras, conciertos, salas de cine, restaurants y hasta de una piscina cuyo fondo de cristal es visible desde la planta baja. Algo insólito.
El edificio es también un lugar de paso por lo que pude apreciarlo bien tanto de día como de noche. El espacio interior está ocupado por más de 40 columnas. Cada una de ellas tiene un diseño único. Es un lugar maravilloso.
Durante la celebración de la Semana Santa me emocioné viendo pasar las procesiones que recorrían el boulevard. Bilbao era una fiesta. España en general, y Bilbao en particular, desbordan de fervor religioso en esta época.
En el extremo de la Gran Vía vale la pena visitar la Plaza Circular. Es exquisita. En uno de sus extremos vi por primera vez esas estructuras de cristal, los famosos “Fosteritos”, el acceso al metro.
El metro de Bilbao no se parece a ningún otro que haya utilizado. Aunque no necesiten trasladarse a ningún lado en particular, les aconsejo que igual bajen a visitarlo. Es una experiencia imperdible.
Cuando paseas por esas calles estrechas parece que el tiempo se hubiera detenido. Su aspecto es el de un pueblo medieval, sin embargo, es uno de los distritos más animados y pintorescos de la ciudad. Lo habitan iglesias, plazoletas y la catedral, pero también bares muy concurridos cuando cae la noche. El ambiente es muy divertido.
Me encantó.
El lugar está ocupado por un parque tranquilo y agradable. Desde ahí pude disfrutar de la mejor vista panorámica de la urbe. Hay aventureros que se atreven a subir marchando a pie. Pero yo elegí llegar con el antiguo funicular. La vista de la ciudad, su casco viejo, la silueta luminosa del Guggenheim, la Torre Iberdrola y las curvas que describe la ría Nervión, en fin, todo es impecable.
No dejen de ver la insólita escultura de la huella dactilar.
Días inolvidables por cierto, días para repetir.