

Anoche soñé con la Dama de Hierro más famosa. En esa historia imaginaria que se teje cuando dormimos, me vi llegando a París, dejando el equipaje en el hotel y apurando el paso hacia Trocadero. Ya era de noche y estaba cansada. Sentía los efectos del jet-lag, obvio. Pero quería llegar a tiempo para ver brillar a la Tour Eiffel en esa especie de ceremonia de luces que se celebra a diario. En ese momento del espectáculo es cuando te dices: «Estoy en París!». La perspectiva desde los Champs de Mars no puede ser más bella. Me sentía feliz hasta que… sonó la alarma del despertador en el teléfono. Y así, de un plumazo, la realidad borró esos recuerdos increíbles. Volví a Rosario, a Argentina y a la cuarentena interminable, consecuencia de la pandemia de Covid-19. El contraste no podía ser peor.
A esta «dama» le caben muchos adjetivos, entre ellos que es monumental, magnífica, única. La Tour Eiffel es como el faro que ilumina a París. Te «acompaña» en casi todos los paseos ya que la descubres desde muchos de los arrondissements pero es difícil acostumbrarse a verla. Nunca olvidaré el día en el que, por vez primera, estuve a sus pies. La torre está a menudo escondida detrás de la bruma. Ese tipo de jornadas son habituales en la ciudad. Sin embargo, cuando la tienes tan cerca, con todos sus detalles, es impactante.
Ubicada a orillas del Sena, el más famoso entre los monumentos parisinos en el 7e arrondissement o distrito, se transformó con el tiempo en el símbolo de Francia después de su instalación para la exposición universal de París en 1889. Allí quedó, a pesar del rechazo que generaba a los parisinos. Aún hoy encontramos a gente que no la ama precisamente. Sin embargo, a los visitantes no deja de fascinarnos.
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