Amo Barcelona. Y tal como es, una ciudad vibrante, resulta difícil encontrar rincones tranquilos. Uno de ellos es la Plaça Sant Felip Neri. Recorrer las callejuelas sombrías del Barrio Gótico me regaló el hallazgo de lugares extraordinarios. Por eso me fascinó llegar junto a la pequeña iglesia de Sant Felip Neri. Se levanta, simple y discreta, en el interior de una plaza casi escondida dentro del antiguo distrito. La fachada barroca tiene, a su vez, aires sencillos. Nada en el ambiente de la plazoleta era estridente. Había escapado a un espacio detenido en el tiempo, ajeno a los ruidos y a las multitudes. Un muro revelaba huellas de metralla. Era el recuerdo doloroso de la nefasta Guerra Civil. Me chocó, pero es evidente que habían quedado allí exprofeso.



Me detuve un buen momento en esa plaza tan serena, ideal para una pausa. Estaba habitada sólo por una fuente en el centro y el murmullo de los que por allí andábamos. La rodeaban los viejos muros, algunos de la centenaria iglesia barroca. Los claustros de
Sant Felip Neri pertenecían a un convento de «felipones» establecidos en
Barcelona desde el siglo XVII. La puerta consagrada al santo se veía muy simple. Sin embargo, esos golpes de metrallas y los agujeros en las paredes son los que más atraían a los transeúntes. Quedaron marcados un día de enero de
1938, cuando ocurrió la
matanza de muchos inocentes. Me sorprendió que la crueldad de esos recuerdos se oponga hoy a una atmósfera pacífica, respetuosa, tan atractiva.



Algo alejada, la terraza de un café me invitó a sentarme. Realmente, quería eternizar ese momento. El sonido de la fuente le agregaba el toque de frescura a este rato de descanso. Tomé un refresco, consulté el mapa y decidí continuar hasta el
Mercat Saint Josep para disfrutar de un merecido almuerzo.
Confieso que no tenía ningún apuro.
Cómo llegamos: