La visita que hice hace un tiempo al Santo Sepulcro en Jerusalén resultó casi un renacimiento. El hecho de estar en uno de los lugares más sagrados del cristianismo conmueve hasta los cimientos del alma. Es un antes y un después. Tuve la suerte de disfrutar de bastante tiempo, arrodillada y rezando, delante de esa piedra sencilla. En nuestro tiempo, el lugar donde fue sepultado Nuestro Señor después de ser crucificado, no es lo que imaginas. Ya no es una cueva, hoy es un templo, como lo son todas las estaciones del Vía Crucis. Se lo conoce como «La Rotonda». El monumento sufrió muchas reconstrucciones y sigue en pie, como la esperanza que nos transmite, la de revivir para ser mejores seres humanos.
La entrada es un pórtico bajo que obliga al peregrino a bajar la cabeza para cruzarle. Luego, llegar hasta el lugar preciso no es tarea fácil. La espera en largas filas desafía nuestra paciencia. El pequeño espacio atravesó más de dos milenios de la historia de nuestra civilización, la romana-judeo-cristiana. El sitio donde fuera enterrado Jesús después de su martirio es, todavía, un misterio. Allí resucitó al tercer día, el que celebramos este domingo de resurrección. Las Sagradas Escrituras nos relatan que salió de la gruta y, en los 40 días siguientes, realizó seis apariciones entre la ciudad de Jerusalem y el norte de Galilea. Finalmente, ascendió a los Cielos. En muchas ocasiones, la arqueología quiso comprobar de alguna manera aquello que el dogma nos relataba.
Allá por el siglo XVI se instaló un santuario para proteger los vestigios de la Sagrada Sepultura y se ubicó una losa de mármol encima del lecho sobre el cual habría sido colocado el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy tiene el mismo aspecto, hecho de piedra caliza y tapando el sepulcro. Durante la visita y mientras aguardaba mi turno con paciencia, sacerdotes interrumpían por varios minutos la entrada. Pertenecían a una de las seis iglesias cristianas que custodian el sagrado lugar, la Iglesia ortodoxa griega. Pasaban en procesión, portando lámparas de incienso y orando. El espacio cerrado se llenaba de ese aroma inconfundible. El humo borraba los contornos y hacía difusa la luz que entraba desde la cúpula. Toda esta atmósfera acentuaba mi emoción.
Cuando llegó el momento de entrar, atravesé la pequeña puerta temblando. No tardé mucho en empezar a llorar. Me embargaba una sensación de incredulidad. Estaba en ese lugar, no era un sueño. Con una gran humildad agradecí a Dios la oportunidad que me daba y le pedí con todas mis fuerzas ser merecedora de este regalo. Me arrodillé y deposité sobre la loza el rosario que había comprado un par de días atrás. Y recé. Por mi familia, por mis padres queridos que ya no estaban y que llegaban junto conmigo. El tiempo parecía haberse detenido. Estaba allí, sola con mi marido. La fila detrás no avanzaba, no sé bien por qué. Pero fue un momento inolvidable. Era otra persona, algo había renacido en mi interior.
Mi viaje a Israel fue una experiencia increíble. Una sucesión de instantes emocionantes. La visita al Santo Sepulcro fue uno de los más importantes. Quería recordarlo y compartirlo precisamente hoy, en este Domingo de Pascuas en el que vivimos una realidad que nos inquieta. Ojalá que mañana comience un cambio, que reviva la esperanza en nuestro interior. Felices Pascuas para todos.
Dónde se ubica el Santo Sepulcro en Jerusalén:
Hermoso artículo ! ???
Felices pascuas!!